Hoy en día la humanidad se encuentra atravesando una época crítica. En un contexto de exacerbación neoliberal, donde los procesos de acumulación y desigualdad económica, desposesión de la vida y devastación de la naturaleza se acentúan gracias a una diversidad de tecnologías, las cuales van desde dispositivos de control algorítmico hasta inteligencias artificiales que amenazan con sustituir labores tradicionalmente ejecutadas por humanos, se torna imperativo pensar el curso destructivo que ha adoptado el progreso. ¿Imperativo? Sí: porque de la capacidad que tengamos de comprender los signos de estos tiempos (o por lo menos de aquellos signos que aún somos capaces de decodificar) será lo único capaz de salvarnos. Sólo una determinación tal que nos impulse a encarar la inminencia de una catástrofe multifactorial (ambiental, política, civilizatoria) podrá arrojar alguna luz de esperanza. Pero hasta ahora nada de eso ha sucedido. Más bien, como si el rostro de la humanidad desconfiara de su propio reflejo, y, para sus adentros, sólo sintiera una mezcla de extrañamiento e indiferencia, su sentido corre el riesgo de diluirse como un eco al interior de un universo vacío. Hemos llegado a un punto crítico: sólo la poesía -que también es vida- parece ser capaz de denunciar y transgredir las órdenes de una racionalidad sin razón, de un modo de sentir sin sentido, de un horizonte extraviado y, pese a ello, horizonte aún capaz de brindar redención. La poesía, en todas sus formas, es lo imperativo de estos tiempos: aquello que imperará en el momento en que sea derribado el actual imperio.
Los versos de Juan Manuel Rivas, asumiendo la contaminación tecnológica que minuto a minuto inunda nuestras pupilas, nos invita a acceder a una realidad paralela a la humana, pero a la vez tácitamente presente en la noción de humanidad. Se trata de un tipo de realidad que hunde sus raíces en la impensada faz de este mundo: el espíritu animal. No obstante, si la época crítica que atraviesa la humanidad llega a un punto tal que ni siquiera permite a ésta llamarse a sí misma “humanidad”, no se debe a la perversión de una cierta esencia inmutable, sino, por el contrario, a la temerosa añoranza que busca convencernos de nuestra naturaleza humana allí donde van quedando pocos motivos capaces de justificarla. Frente a la catástrofe, la valentía es imperativa; su sentido consiste, antes que todo, en asumir la distorsión entre un origen orgánico jamás vivenciado y un futuro sólo iluminado por la incandescencia de luces metálicas. He ahí la potencia de la conjunción entre abismo y esperanza: el hiato que, compuesto por los instintos animales y la tecnología, se torna capaz de derrocar a la humanidad de las ideas de centralidad y pureza con que ella se ha identificado. Sólo este pensamiento sintiente y excéntrico permitirá repensar y liberar las virtudes y vicios “humanos” con el fin de construir -y también destruir- su nueva segunda naturaleza. En suma, hablamos de la torrencial fuerza de una posesión vestida de susurro, pero cuya ominosa humedad, cuan áspera lamida felina, Rivas marca desde el primer verso:
“Los espíritus que susurran en las praderas
Siempre buscan un cuerpo vacío
Donde soltar el hálito perpetuo” (p.2)
Se trata de una herida, quizás, ya ni siquiera narcisista -como la freudinana-. sino impulsiva y extensiva: se trata de posthumanidad. Figura frágil y flexible, similar a un mosaico eternamente dispuesto a recombinar sus innumerables azulejos. La voz de los humanos, rozando su ocaso tecnológico, deja la senda libre para liberar su propio instinto:
“Los trinos enfurecidos interviniendo
Las frecuencias eléctricas
Acallando la falsa voz de los humanos.” (p.4)
Por lo mismo, el poeta también reflexiona en función a su quehacer. Tal cual la humanidad osa de mirarse al espejo, el artista lo hace frente a su obra. La valentía está en reconocer las fuerzas ancestrales como motivadoras de una vida que, siendo en sí misma arte, no ha de poder ser reducida a una disciplina artística particular, ni menos a la autoridad de una figura autoral. Sístole y diástole de la existencia, flujo de una irrefrenable palpitación creativa capaz de interrumpir la ilusoria tranquilidad espiritual del artista, el instinto contamina la belleza del alma. Así, en Transmutaciones -poema escrito en prosa y que roza lo aforístico-, Rivas escribe:
“Lo sublime que viene después de la creación de arte siempre será empañado por los instintos del cuerpo que sólo sabe retener y expulsar.” (p. 8)
Por lo mismo, en el poema siguiente, titulado Reflexión, Rivas, con un leve dejo de nostalgia, da cuenta de la pregunta que el poema anterior ya presagiaba: la pregunta por la finitud y fugacidad identitaria.
“¿Será posible una vez alcanzado el nirvana,
después de eones,
ser parte de aquel éter celestial?” (p.9)
Cuando nos hemos desprendido de la autoridad y apropiación identitaria del “yo” para arrojarnos al riesgo de los instintos, recién podemos entrever un haz de salvación. Así, es el instinto el que vuelve a realzar el sentido, ya sin sentido, de la vida. El cuerpo exultante y arrebatado por la animalidad sexual deviene elemento de sacrificio a una deidad orgásmica y tanática.
“Los cuerpos emanan fulguraciones
En cada embestida
Morir arrullado por las sedas de Perséfone
Un último grito liberador antes de ser engullido
Por la mantis blasfema” (p.13)
Será bajo este motivo afectivo, al mismo tiempo culposo y deseante, tanático y erótico, y a todas luces blasfemo, que el reino animal, lejos de cualquier conjuro racional, extiende el abanico allí donde todo parecía cerrado. Se trata de sostener el gozo y valentía de la carne, su reafirmación y confrontación contra el pecado:
“El reino animal se escabulle
Por tus hebras sagradas
Una silueta desprovista de piedad
Un restallar de huesos
La perentoria crueldad de los ciclos
Carnívoros somos
Como el pecado original.” (p.15)
Será en este punto donde el poemario empezará a apelar al instinto ya no expresado por medio de un cuerpo determinado, sino encarnado en una diversidad de animales simbólicos. Pero en tal gesto también se evidencia la imposibilidad de dicho movimiento: la ineludible carga de humanidad que, como un instinto asediante, refuerza la condición posthumana. Por eso, en Mamíferos nocturnos, las luces de la ciudad perforan y
“Asoman por intersticios
Sin poder iluminar
La vida de los mamíferos.” (p. 18)
De ahí que Rivas, entregado a la dimensión instintiva, se atreva a explorar el sentir animal: metamorfosea animal, ya liberado de dioses ni autores. Por ende, las criaturas han de despedirse de su creador, reconociéndose fruto de una “alquimia inconclusa”, pero, a la vez, mostrando un resabio, un impensable dejo de nostalgia, una última vacilación relativa a la antigua protección metafísica suministrada por Dios
“De criaturas aladas insolentes
Devenimos en sumisas bestias de carga
Devónicas alquimias inconclusas” (p.21)
Si bien existen poemas donde Rivas recalca la crítica al antropocentrismo apelando, principalmente, al dolor que el ser humano genera a los animales -cuestión siempre vista a la luz de un simbolismo zoomórfico y de instintividad ancestral-, dichas perspectivas se tornan marginales, pues, de lo que se trata, antes de satanizar lo humano, es de indagar en su irredimible condición animal. Así, poetizando la experiencia de trasmutar ajolote y conectando con cierto imaginario nahual que trastoca la continuidad tempo-espacial, Rivas escribe:
“Descubrir su magia abisal
De siglos enquistada en lagunas
Es una cosa
Transmutar en terrible ángel acuático es otra.
Por un momento visualicé extintas ciudades
Perturbadores lirios geométricos como lechos de amor
Un códice de peces fulminados por la hiel
Devuelto fui a la orilla en estado larvario
La cabeza se me llenó de estrellas.”
Y concluye de manera mística y contundente, magistral:
“Mi alma transita por la bruma de los tiempos
Pensando en la salvación de los hombres” (p.35)
La potencia de este poemario consta de permitirnos acceder, desde elementos comunes entre humanos y animales, a dimensiones de la realidad que, a primeras, se nos han vetado. En ese sentido, y a modo de consideración final, pareciera que el poemario, pese a toda su virtud, adoptara un giro reaccionario o conservador por medio del cual, sin dejar de tender hacia lo posthumanista, deja de lado las posibilidades y los rendimientos inherentes a la conflictividad tecnológica (presentes en los primeros poemas) para, por el contrario, poner en juego la aventura del instinto animal, en cuanto restitución de un origen sagrado, como vía de escape frente al colapso existencial de lo propiamente humano. En cualquier caso, Juan Manuel Rivas nos ofrece una obra de alta calidad, tan experimental como absorbente.
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